Resumen
El triunfo de la Revolución Bolchevique en 1917 alentó una experimentación plástica sin límites, con el objetivo de encontrar unas nuevas formas que negando las del pasado fueran propias de las condiciones sociales impuestas por la revolución. Los arquitectos se fijaron en los lenguajes formales que habían establecido los artistas de la vanguardia europea y rusa e intentaron construir con ellos unos códigos que les permitieran proyectar la nueva formalidad arquitectónica que buscaban, que debía ser moderna y soviética. No encontraron en aquellos ejemplos el lenguaje que anhelaban, hasta que se dieron cuenta, de la mano de los textos de Le Corbusier, el purismo abstracto de sus proyectos y su visión de una ciudad mecanizada poblada por deportistas, y del baukunst centroeuropeo, que la modernidad estaba en el territorio de la técnica y los nuevos usos y de la cultura sachlich. Y que, en todo caso, las formas ligeras, aéreas y dinámicas de las máquinas y las instalaciones industriales podían servir mejor como paradigma que las fracturas cubo-futuristas y que serían en aquellas imágenes tensas y filiformes donde encontrarían lo más propio. Pero esto fue después de 1925, cuando Melnikov se trasladó a París a construir el Pabellón Soviético en la Exposition des Arts Décoratifs et Industriels Modernes y dibujó, aquel verano, dos garajes en altura para 1.000 automóviles. El Pabellón rojo es un epígono de aquellas experiencias plásticas previas y con ellas consiguió formalizar un espacio dramático que expresaba con precisión las ambiciones soviéticas. El pabellón se encuentra a medio camino entre una instalación agit-prop, una escenografía total y un artefacto industrial desnudo, y es el encuentro feliz del trabajo de los artistas de la vanguardia soviética y el arquitecto. Así, la obra de Klucis, Lissitzky, Rodchenko, Popova, Exter o Ladovski están presentes en el Pabellón de Melnikov como un autor simultáneamente plural y singular. Pero sus fracturas cristalinas, el artificio topográfico de su sección y la transparencia obscena e imposible de sus fachadas se oscurecieron frente al pragmatismo moderno. Sin las exigencias expresivas del encargo del Pabellón, libre de restricciones estilísticas y con la ingenuidad propia de un arquitecto inculto, de origen campesino y ágrafo que no tenía inquietudes políticas, Melnikov, durante sus vacaciones en Saint Jean-de-Luz, dibujó los proyectos de los Garages pour 1.000 autos à Paris. Los dos garajes reelaboran algunos descubrimientos geométricos y espaciales producidos por la arquitectura soviética hasta ese momento, proyectos de garajes en altura realizados por los alumnos del VKhUTEMAS, pero también el Wolkenbügel de Lissitzky o el Monumento a la III Internacional de Tatlin, y emplean con rigor estricto las reglas impuestas sobre la circulación de los vehículos en su interior. Los garajes oscilan, en un caso, entre el universo sinuoso bergsoniano y las pieles tersas y abstractas en las que el tiempo está presente como un elemento más, como el latido del universo con el que se relacionan cósmicamente y, en el otro, entre un exoesqueleto dinamizado y las contradictorias figuras clasicistas que lo soportan, en las que el movimiento y el peso se materializan. En ambos, su condición repetible, propia de una obra de infraestructura, y la topología de un anudamiento de las redes de transporte, le aportan una imagen memorable como objetos en la ciudad y permiten soñar con dos arquitecturas que pese a sus formas primarias mantienen una contemporaneidad excepcional
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