Resumen
En 2008 se derribó la Cárcel de Carabanchel, un edificio que no estaba catalogado pero que sin embargo querían preservar no sólo los antiguos reclusos, sino los propios vecinos del barrio. Y es que aquel edificio no era defendido por la población debido a su belleza o antigüedad, valores tradicionalmente atribuidos al patrimonio desde la versión institucionalizada del mismo desde los tiempos de la Revolución Francesa, sino que ante todo, era un elemento con unos valores simbólicos e identitarios fundamentales para la población local. Existía una identificación de aquellos vecinos con el edificio, que pese a sus vinculaciones sombrías, había pasado a convertirse en el hito arquitectónico del barrio por antonomasia. Todo ello en un barrio que ya había perdido anteriormente un patrimonio urbano y arquitectónico realmente valioso, pero desprotegido por las instituciones oficiales, dada su ubicación más alejada del centro histórico y propicia para la especulación inmobiliaria. Algo que no hubiera sido tan permitido en el centro histórico. Este hecho ilustra perfectamente, como puede existir una brecha real entre lo que la ciudadanía entiende por patrimonio y el concepto del mismo por parte de la oficialidad. Mientras las vinculaciones de la ciudadanía harán más referencia a aspectos simbólicos, de vida cotidiana, de pequeñas historias y vivencias, recuerdos compartidos, e incluso, aspectos incómodos o menos amables al discurso oficial (como en el caso de la Cárcel); desde las instituciones se impondrá en una visión “desde arriba hacia abajo”, un patrimonio vinculado a los grandes hechos, los grandes acontecimientos y los valores estéticos más sobresalientes del país, todo ello en consonancia con la idea del gran relato del Estado-Nación que hunde sus raíces en la asociación entre patrimonio e identidad nacional del siglo XIX. Sin embargo el relato unitario y abstracto de la Nación (o la gran metrópolis) ha entrado en crisis ante el auge de lo fragmentario, de las memorias sectoriales emergentes que vinculadas a las pequeñas memorias reclaman su lugar y su propio patrimonio, un patrimonio de carácter marcadamente simbólico, un patrimonio identitario. El patrimonio se convierte así en un motivo de disputa y de discursos enfrentados, un concepto contestado. Y todo ello lo que nos revela, es que el patrimonio es un concepto dinámico, complejo, poliédrico, en construcción permanente, nunca cerrado y sujeto a continua reelaboración, en tanto que es una selección subjetiva que depende de unos valores y una época concreta. Surge así la necesidad de superar esa visión estática, decimonónica y pretendidamente historicista, asumiendo e incorporando ese carácter simbólico e identitario aportado por la ciudadanía, apostando por procesos que impliquen de forma activa a la ciudadanía e impidan así la destrucción de unos elementos que también forman parte de la memoria (o mejor dicho de las memorias) de la ciudad. Asimismo hay que repensar los actuales catálogos y criterios de preservación, estando atentos a lugares que hasta ahora hayan pasado desapercibidos o se encuentren bajo el velo del olvido y del no-reconocmiento, y que potencialmente son también contenedores de recuerdos, memorias y otros valores simbólicos (patrimonio invisible), y cuya salida a la luz y desvelamiento, puede ayudar a consolidar y a preservar las identidades y memorias de la ciudad, aportando de esta forma nuevos elementos patrimoniales que repercutirán en nuevas lecturas y nuevos significados, dentro del fascinante e inacabable palimpsesto que es la ciudad contemporánea.
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